El Virreinato de la Nueva España fue oficialmente establecido el 8 de marzo de 1535, adoptando el nombre que Hernán Cortés había dado a las tierras conquistadas: “la Nueva España del Mar Océano”. Su primer virrey fue Antonio de Mendoza y Pacheco, enviado directamente desde Europa para gobernar en nombre de la Corona.
La capital del virreinato se situó en la actual Ciudad de México, edificada sobre las ruinas de la antigua Tenochtitlán, la gran ciudad azteca. Desde allí, se convirtió en uno de los principales centros de occidentalización y administración de las sociedades precolombinas de América.
Durante el siglo XVI, la Nueva España se consolidó como la jurisdicción más próspera e importante del imperio español en el continente americano, sustentada en una economía basada en la extracción y exportación de minerales preciosos, especialmente plata, que enriquecía a la Corona.
A lo largo de los siglos XVII y XVIII, los criollos —descendientes de españoles nacidos en América— fueron ganando influencia dentro de la élite colonial frente a los peninsulares, nacidos en España. Ya en el siglo XIX, con la decadencia del poder español, surgieron movimientos anticolonialistas que culminaron en la Guerra de Independencia de México (1810-1821).
Tras la victoria insurgente, se puso fin al dominio español, se destituyó al último virrey, Juan José Ruiz de Apodaca y Eliza (1754-1835), y se proclamó el Primer Imperio Mexicano, encabezado por Agustín de Iturbide.
Organización política del virreinato
La Corona española implantó un sistema político y administrativo conocido como absolutismo colonial, cuyo propósito era preservar los intereses reales, mantener el orden y evitar el surgimiento de poderes locales que desafiaran la autoridad del rey. Todo el poder en los territorios coloniales emanaba directamente de la monarquía.
El virreinato se dividía en distintas jurisdicciones y las principales ciudades eran administradas por cabildos, responsables del abastecimiento, la seguridad y la gestión local.
España mantenía un control centralizado sobre sus colonias mediante el envío de funcionarios peninsulares que ocupaban cargos administrativos clave. Esta estructura, sin embargo, solía provocar superposición de funciones entre instituciones, generando conflictos internos que, en última instancia, reforzaban el control autoritario de la Corona.
El territorio se organizó en diferentes unidades administrativas: reinos, capitanías generales, señoríos y provincias, que garantizaban la expansión y supervisión del poder real.
Economía del virreinato
La economía novohispana se enmarcaba en el sistema colonial y mercantilista español, basado principalmente en la extracción de recursos naturales, sobre todo minerales preciosos destinados a la exportación hacia España. Para el consumo interno, se impulsó la producción agrícola.
Para proteger su monopolio, la Corona impuso que las colonias solo pudieran comerciar con España, bajo las condiciones que dictara la metrópoli. Así, se aseguraba que la riqueza colonial beneficiara exclusivamente al reino.
El motor económico del virreinato fue la minería de la plata, con importantes yacimientos en Zacatecas y Guanajuato, explotados principalmente mediante mano de obra indígena. Esta actividad reflejaba la idea mercantilista de que la riqueza de un reino dependía de la acumulación de metales preciosos.
No obstante, la conquista, las epidemias y la destrucción de las estructuras sociales indígenas provocaron una drástica reducción de la población nativa. Ante la falta de trabajadores, la Corona fomentó la importación de esclavos africanos, quienes fueron destinados a las plantaciones, haciendas y labores domésticas en los hogares españoles.
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